Una reflexión sobre dos paradigmas opuestos con un origen en común
“¿Por qué, y cómo, trillones de organismos unicelulares consiguieron
combinar sus fuerzas para convertirse en nosotros?”
(La Biología de la Transformación)
Me pregunto también ¿para qué?
Miro por la ventana. Ya anocheció. A pesar de la pandemia hay frente a mí, llenando la calle, una enorme hilera de luces rojas y otra algo menor de luces blancas. Imagino esos autos como hormigas, de vuelta de una jornada, colaborando, tal vez sin saberlo en mantener viva la ciudad. Luego recuerdo que cada auto está ocupado por una o varias personas y me pregunto qué tan a la mano tienen la cooperación. ¿Qué tan cansados volverán a casa después de un día de competencia?
“En tiempos de crisis, el optimismo es un deber moral”. Es una frase que escuché al coach político Juan Vera y que he visto adjudicada a diferentes autores. La primera vez que la oí me golpeó en esa parte de mí en que habitaba, medio dormida, la esperanza. Creo que la esperanza no consiste en confiar en que algo que deseamos ocurrirá, sino en confiar en que lo que yo haga contribuirá a la transformación. Pienso en mis tres hijas y ellas dan sentido a ese deber moral de cuidar esto en lo que vivimos (mundo, sociedad, familia, trabajo, relaciones… Humanidad) para entregárselo en buenas condiciones.
Error en la partida de nacimiento
Parto el texto con una frase del libro “La biología de la transformación”, porque un capítulo de él (“Percepción-Mito Dos: La supervivencia del más apto”) inspiró este artículo. En él se relata cómo nació un paradigma que se instaló por los casi doscientos años siguientes y que nos lleva a vivir la vida en constante competencia: el más fuerte sobrevive. Los autores dan ejemplos de épocas oscuras de la historia que están muy ancladas en este paradigma y me pregunto si este presente que estamos atravesando no lo estará también, demasiado.
Darwin aparece en este libro como un mal estudiante que pudo y supo rodearse de buenos contactos. Su amistad con eminentes científicos de la época, le permitieron hacer un arreglo que acabó adjudicándole la paternidad de una teoría que presuntamente copió e interpretó, introduciendo un cambio que fue determinante para la sociedad que se formó a partir de esa época. Así lo relatan Bruce H. Lipton y Steve Bhaerman en “La biología de la transformación”:
Darwin comenzó a desarrollar su teoría a partir de 1840, pero no compartió sus conclusiones con nadie. (…) Continuó estancado durante más de una década hasta que un colega de trabajo le impulsó a la acción. En junio de 1858 Charles Darwin recibió un paquete que le pondría en marcha: se trataba de material enviado por Alfred Russel Wallace, un naturalista inglés que trabajaba en Borneo. Era mejor naturalista que Darwin, pero por desgracia era también un plebeyo autodidacta de clase trabajadora que, para ganarse el pan, cogía especímenes y los vendía a museos, parques zoológicos y coleccionistas adinerados. Tras muchos años de arduo trabajo se había convertido en un gran naturalista”.*
“Wallace envió a Darwin una copia de un manuscrito titulado ‘Sobre la tendencia de las variedades a alejarse indefinidamente del tipo original’ junto con una carta en la que le pedía que revisara el material y, si lo consideraba interesante se lo pasara a Charles Lyell. El manuscrito relataba su propia teoría de la evolución, un texto breve, elegante, académico y extremadamente bien escrito que bien le habría valido ser considerado el verdadero ‘fundador de la teoría de la evolución’, título que en la actualidad se atribuye únicamente a Darwin”.*
En su momento, pareció triunfar la conclusión de Darwin: el más fuerte (aristócrata con contactos) se impuso al más débil (el plebeyo autodidacta). Paradójicamente, Darwin necesitó de la cooperación de sus amigos para poder “salirse con la suya”; no lo hubiera logrado si no hubiera entrado en funcionamiento la postura de Wallace.
Así es, Darwin necesitó de la cooperación de Charles Lyell (importante e influyente científico del momento) y de Sir Joseph Dalton Hooker (un eminente botánico), quienes redactaron una carta “…en la que aseguraban que Darwin y Wallace se conocían, y que los dos ‘caballeros, de forma independiente e ignorando el trabajo del otro, arribaron a la misma ingeniosa teoría (…); por lo que ambos reclaman justamente el mérito de ser los autores originales de esta importante línea de investigación’. La estricta realidad es que Wallace tenía, en mano, una teoría totalmente desarrollada y plasmada por escrito, y que Darwin simplemente llevaba mucho tiempo incubando una idea… que de momento no había salido del cascarón”.*
“La teoría de Darwin -oficialmente descrita como teoría de Darwin-Wallace- fue formalmente presentada en la Sociedad Lineada de Londres el 1 de julio de 1858, un mes después de que Darwin recibiera el paquete”.*
Círculo sagrado
Bruce H. Lipton y Steve Bhaerman añaden: “La diferencia entre que Wallace o Darwin se quedaran con el mérito de la teoría representa la visión evolutiva del vaso medio lleno o medio vacío. (…) Desde su perspectiva de plebeyo, Wallace reconocía que la evolución estaba impulsada por la eliminación del más débil, mientras que Darwin interpretaba los mismos datos como una prueba de que la evolución derivaba de la voluntad de sobrevivir, propia de los más fuertes. ¿La diferencia? En un mundo como el planteado por Wallace, mejoraríamos para no ser los más débiles; pero en un mundo darwiniano luchamos por adquirir la condición de `más aptos´. En otras palabras, si Wallace hubiera prevalecido, nos centraríamos menos en la competencia y más en la cooperación”.*
En el norte de Europa se ha visto cómo manadas de renos avanzan en círculos (las crías y los más débiles al centro) para cuidarse juntos del frío, de los depredadores y para proteger a los más débiles. ¿Cómo estamos avanzando los seres humanos? ¿Quiénes van al frente? ¿Quiénes quedan atrás? ¿Quiénes dentro del círculo y quiénes protegen con su propio ser desde afuera? ¿Cuánto nos estamos cuidando como especie? ¿Cuánto a nuestro entorno, a nuestro hábitat?
Hay consecuencias sociales importantes y también individuales por mantener ese ya viejo paradigma. Es una lucha solitaria la de ser el más fuerte. No podemos (no nos permitimos) pedir ayuda. No podemos (no nos permitimos) mostrar debilidad, ni ser vulnerables. Y los resultados parecen ser muy diferentes a los que esperamos. Parece necesaria una transformación.
Estamos viendo a dónde nos ha llevado esa forma de entender la supervivencia. ¿Cómo habría sido una sociedad en que hubiera imperado la visión de Wallace? ¿Cómo sería un mundo fruto de doscientos años colaborando en lugar de competir? ¿Será tal vez éste el momento de comprobarlo?
Recientemente vivimos las conferencias de cierre de un ACP y la apertura del siguiente. Escuchaba a los participantes y pude sentir las ganas de colaborarnos para seguir adelante, la convicción de que necesitamos unos de otros, de que somos unos con otros. El llamado a la transformación. Y me inundó una confianza en nuestra propia naturaleza manifestándose… así como lo observó Wallace.
“El propio Darwin, en los últimos años de vida, se alejó del Darwinismo académico y, en lugar de continuar haciendo hincapié en la supervivencia y la lucha, dirigió su atención a la evolución del amor, el altruismo y las raíces genéticas de la amabilidad humana” *, resaltan también Lipton y Bhaerman.
Vuelvo a pensar en mis hijas y me conecto de nuevo con el deber (y el querer) moral de legarles una vida más amable, más posible, más colaborativa. Escribo entonces este texto a modo de declaración y me presento públicamente como partidaria de Wallace.
“Ningún individuo -por muy apto que resulte o por muy grande que sea el muro de seguridad tras el cual viva- puede sobrevivir si su especie no lo consigue”. (La biología de la transformación).
*Párrafos extraídos de “La biología de la transformación” del dr. Bruce H. Lipton y Steve Bhaerman
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